martes, 10 de junio de 2008

Hay on Wye



¿Acaso hay una manera mejor de aprovechar cuatro días libres seguidos que marchándose de aventura total a Gales? ¿Acaso aún tienes amigas con el pelo encrespado?

En el pequeño pueblito galés de Hay on Wye (seis calles y treinta y dos librerías de segunda mano) tiene lugar, desde hace años, el The Guardian Hay Literature Festival. Diez días repletos de libros, autores, conferencias, conciertos, compra-venta, comida y, tratándose de Gales (el charquito británico), de lluvia purificadora. Estos cuatro días libres no podrían haber llegado en mejor momento.

La idea de irnos de viaje fue, como siempre ocurre con nosotras, imprevista a más no poder. Servidora llevaba años siguiéndole la pista al festival y me dije: ahora o nunca. Haciendo gala del sentido poco práctico que nos caracteriza, mi chica y yo empaquetamos cuatro bragas en cero coma y nos personamos con nuestras bicis en London Paddington. El autobús hubiera sido mil veces más barato, pero nuestro espíritu de millonarias no es ninguna broma (y en el tren se pueden llevar bicis). Las escasas 200 libras que teníamos cubrían malamente los billetes y una noche en algún buen lar.

Desde hace tiempo, cada vez que he tratado de ser espontánea (o, dicho de otro modo, de huir escopetada de un lugar sin dinero ni plan ni nada de nada, sólo con la esperanza de tener más suerte la próxima vez) la realidad se me echado encima cual losa aplastadora para recordarme que no es cuestión del lugar, sino de la actitud de una misma. Bla, bla, bla. El caso es que esta vez la espontaneidad dio frutos buenos y logré contactar con una antigua compi del cole que vive en Cardiff y que nos invitó por supuesto a su hogar las noches que hicieran falta. No nos veíamos desde que acabamos COU, hace más de nueve años ya, pero trece años juntas en el San Patricio son muchos años.

La capital galesa, o lo que yo vi de ella, me pareció un hervidero de lugares comunes. ¡Maldita globalización!: Starbucks, Kentucky Fried Chicken, Café Nero, McDonalds, Tesco, Sainsbury’s, The Body Shop... El único lugar con carácter que atisbamos fue The Goat Major, un pub plagado de fotos de distintas cabras que han sido mascotas del ejército galés por los siglos de los siglos. Estos galeses son la pera.

Tras una noche en casa de mi colegona, al día siguiente cogimos un tren Cardiff-Hereford. De Hereford a Hay on Wye hay veintidós millas mortales que, tanto a la ida como a la vuelta, dan la impresión de ser una subida constante para un alma tan poco acostumbrada al cicleo prolongado como es la mía.

Entrar en el paraíso no creo que diste demasiado de llegar a Hay por primera vez: las seis calles estaban de punta en blanco y, miraras a donde miraras, había librerías por todas partes. Me importaría harto poco pasar allí una buena temporada.

Nuestra primera visita fue obligada a la par que placentera: la librería de Richard Booth, el alma máter de todo este tinglado. Allí compré el Sartor Resartus de Carlyle y Utopía de Tomás Moro.


Después pedaleamos una milla fuera del pueblo para llegar al Festival Site, que no me enamoró lo suficiente. Me refiero a que eran carpas con distintos actos programados, todo muy de quita y pon. Nada que ver con el carácter del pueblito en sí. Este año visitaba el Festival bastante gente que me habría gustado conocer, pero nadie iba los días que yo podía quedarme: Ian McEwan, Siri Hustvedt, David Lodge, Catherine Tate, John Irving, Kasparov, Salman Rushdie, Kathleen Turner... España estaba representada por el sexy entre los sexys, Juan Manuel de Prada.


El tema de pasar la noche fue un tanto complicado. Durante el Festival el pueblo acoge a 80.000 visitantes que reservan sus alojamientos con varios meses de antelación. Llovía a cántaros y la opción de pagar un riñón por alquilar una tienda de campaña (tampoco llevábamos sacos) en un terreno fanganoso que alguien se había inventado como camping festivalero no iba conmigo. Menos mal que encontramos un papel con el teléfono de una granja orgánica a cuatro millas del pueblo que ofrecía una bella habitación doble, con bañera, a un precio más asequible.

Pedalear hasta la granja no fue tan pesado, y al llegar supimos que jamás antes habíamos tomado una decisión más acertada.

Primrose Organic Farm es un lugar aconsejable por mil motivos: es preciosa, todo es orgánico y natural, cultivan y producen todo aquello que necesitan, hacen cursos con niños, forman parte del WOOFING, puedes comer sus alimentos hasta reventar, el Bed & Breakfast es tan acogedor que no querrás marcharte.

Al día siguiente pasamos del Festival Site por completo y recorrimos cada librería del pueblo sin riguroso orden. La escasez de dinero en metálico me obligó a portarme muy bien. Sólo compré Padres e hijos (Turguenev), una recopilación de ensayos de Orwell y la prosa completa de Virginia Woolf.

Ese mismo día volvimos a Londres. No dejo de pensar en una casita de dos pisos, en el medio de Hay, que tenía un cartel de “se alquila”. ¿Debería lanzarme? ¿Por qué no? ¿Por qué sí? ¿De qué viviría? Salvo la semana y media que dura el Festival el resto del año el pueblo no es lo que viene a llamarse un happening place. A mi esto no me importa, pero sí me preocupa el tener que trabajar y que no haya dónde. ¡Indecisiones, indecisiones!

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