Si creyese en los astros (o sucedáneos) pensaría que hoy estaban en mi contra, o a mi favor según se mire...: que me mandaban señales. Pero como no creo ni en mí misma, he debibo aceptar como casualidad bi-repetitiva sin mayor trascendencia el que ninguna puerta automática quisiera abrirse a mi paso en mi desmotivado camino a la Ofi.
Empezaré esta historia confesando que esta misma mañana, por motivos harto personales que astutamente he disfrazado de pachuchismo, no he acudido como es mi "deber" a mi silla reclinable y a mis locuras de wikipeadicta. Sin embargo, como quien tonta nace tonta muere, después de comer (disfrutando como antaño del gran Arguiñano) me he sentido culpable y he desempolvado el Abono Transportes. ¡Que me quiten lo bailao!
He comparado, con gran satisfacción y menos frío que de costumbre, que el Cercanías a las 15.30 no es un vagón de guerra, y hasta he podido sentarme para continuar mi celebrada lectura del Libro de Buen Amor.
(Inciso: Lo he renovado en la biblioteca, junto con el Cid y Los Milagros de Nuestra Señora, siete veces ya. Es preciso labrarse un buen nombre en el Registro de préstamos de la red de bibliotecas de la Comunidad de Madrid. Ahora sólo necesito sacar Los 120 días de Sodoma un par de veces para compensar un poco tanto medievalismos cristiano).
Como siempre, al bajarme del tren, me he quedado rezagada hasta que el preciado honor de ser la última en abandonar el andén ha sido mío y sólo mío. Pues bien, oh audencia conmovida, ¡las puertas automáticamente de pronto no se abrían! Alarmada, di un paso atrás seguido de otro hacia adelante, pero nada. Entonces una señora que estaba al otro lado del cristal mirando la vida pasar ha extendido su brazo hacia la puerta y voilà: se ha abierto.
El mismo incidente se ha repetido con la puerta automática que permite el acceso a nuestro bello edificio acristalado de oficinas. Y lo primero que he pensado ha sido: soy invisible. Cualquier excusa es buena para sentir que no encajo en este mundillo. Aunque, ahora que lo pienso, hoy llevaba vaqueros y una camiseta de algodón de manga corta a rayas verdes y rosas... Quizás esas puertas estén a prueba de hippies. Y que quede claro que no me considero ni me siento hippy; es que no quiero aceptar la dura realidad de saberme bastante chana y cutrelux.
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