Cuando ha vuelto el Segundo Socio de comer (a las 17:00 y se había marchado a las 13:45) me ha pillado echada sobre la mesa con las manos masajeando mi bello cuero cabelludo.
'¿Alguna novedad?' ha preguntado.
'No' he respondido yo sin levantar la cabeza.
'¿Qué te pasa?' se ha interesado por fin.
'Que me duele la cabeza' me he sincerado.
'A mí también' (le ha faltado decir 'a mí más') '¿Quieres un neobrufen?'
'No gracias'
'¿Sabes por qué creo que me (a él, lo mío ya se le ha olvidado) duele tanto la cabeza?'
'No'
'Por estos cambios de temperatura tan radicales que está habiendo estos días'
Silencio por mi parte.
Si él se hubiera molestado por mi salud, y si yo hubiera sido sincera hasta el final, el Segundo Socio sabría cosas sobre mí que ni siquiera sospecha: que me quedo frita sobre mi mesa a menudo (literal), que veo capítulo tras capítulo de Lost (literal. Hoy: 3), que no puedo más, que esto no se lo deseo a nadie...
Ayer me leí en un rato Buenos días, pereza (Corinne Maier), que explica cómo y por qué el ejecutivo medio (o asalariado) que trabaje en una gran multinacional debería sobresalir en el parecer que hace cuando en realidad no hace nada. Y nunca jamás deberá creerse patraña alguna que sus jefes traten de colocarle: que esta es una gran oportunidad para ti, que tu esfuerzo se verá recompensado, que pronto tendrás derecho a plaza de parking... El libro no supone el descubrimiento del agua caliente (o, como debe de decirse en Francia, de la sopa con ajo), pero se lee en un momento y te hace soltar alguna que otra carcajada que suele oscilar entre la ira tras reconocerte en algún ejemplo y la solidaridad/pena para con quien realmente se traga tales necedades y se esfuerza en dar lo mássssssimo.
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