¡Ser pobre! Ayyy qué bello. Y me refiero, obviamente, a tener que cogerme el buho a las tres y media de la mañana porque no me puedo permitir un taxi. En realidad no soy pobre, aunque son las tres y media de la mañana y hace dos horas, en plena fiesta de Random House Mondadori, nos han dado el chivatazo de que mañana mismo nos rescatan. ¡Súper contenta de haberme vuelto a España! Por todo.
Querido Jorge, Jorge Gárriz, estoy en el bus nocturno y hay alguien que tiene tu voz.
¿Sabéis que os digo? Que tengo salud, patsy del resto.
Ahora, el relato:
Lleva
durmiendo mal más de cuatro meses: el colchón. Pero no ha tenido dinero
suficiente para cambiarlo. Su madre le ha dicho que si quiere puede quedarse en
casa (de sus padres) el tiempo que necesite. P. está muy agradecida y encantada
de comer y cenar a mesa puesta. Acaba de casi volver de Londres tras haber
vivido allí los últimos siete años. Vuelve porque llevaba bastante tiempo
diciendo que le gustaría volver, y justo hace un año el novio de una de sus
amigas del colegio le propuso montar juntos una editorial. P. no se lo pensó
dos veces y once meses después ya casi ha vuelto a España.
Ha
decidido invertir en un colchón nuevo el dinero que de entrada se ahorrará en
alquileres. Pide prestado el coche a su abuela y se dirige a una conocida
cadena de cosas ideales para el hogar. Circula lenta y precavida, aunque coge
la primera rotonda por la izquierda y debe repetirse cada cierto tiempo “aquí
se circula por la derecha”. Añora su bici.
La
tienda está abarrotada y P. odia a todo el mundo. También le cayeron fatal Fanny
Price y Edmund Bertram, por muy buena gente que fueran. Le gusta Jane Austen
porque su obra es completamente abarcable y por su sentido del humor tan ácido
contra los remilgos ingleses.
-
¡Oiga!
P.
se ha britanizado sin saberlo y no responde, ni siquiera se da por aludida,
cuando se dirigen a ella a gritos.
-
¡Oye! ¡Tú!
Por
fin se gira y, sin contestar, observa al tipo que parece querer comunicarse con
ella.
-
¡Pero quién te ha hecho ese corte de pelo! – pregunta el tipo mientras hace
ademán de tocarle la cabeza.
P.
se aparta bruscamente de esa mano y sigue caminando. Oye risotadas a su
espalda. La espalda la está matando. Desde el primer día, y lleva más de cuatro
años en su casa del Este de Londres, el colchón de su cama le resultó
incomodísimo, pero se acostumbró mal que bien. Los últimos cuatro meses han
sido horribles, y cada vez que la griega cuyo cuarto está junto al suyo se va a
dormir al cuarto de su novio, P. aprovecha y duerme en su cuarto (el de la
griega), pues su colchón es maravilloso.
Recorre
el camino obligatorio parándose solo cuando el gentío la obliga a ello. No
encuentra la sección de colchones. Pregunta y una empleada harto borde le
espeta que están justo ahí, detrás de las literas. No es verdad, o P. está
cegarruta perdida. Pregunta de nuevo y esta vez el empleado la mira de hito en
hito.
-
Me han dicho que están por aquí
-
¿Estás de coña?
-
¿Cómo?
-
¡Que si me estás vacilando!
El
chico se da media vuelta y se aleja. P. permanece inmóvil entre literas de
hasta tres alturas. Fija su mirada en una de las serpientes de maderitas que
soportarán un colchón. No entiende nada. Mira alrededor y descubre que todas
las camas están vacías, no tienen colchones puestos.
Lo
primero que piensa tras semejante observación es que por algo el sentido común
le decía que sería más rentable invertir el dinero que se iba a ahorrar en
alquileres en un buen terapeuta. Jungiano, por favor. Está casi segura de que
en realidad sí hay colchones, pero su mente se niega a verlos porque
inconscientemente sabe que la cama de su antiguo cuarto, aunque enana, es muy
cómoda. Pero considera un fracaso volver a casa de sus padres, aunque sea solo
temporal, hasta que la editorial comience a despegar. Hasta dentro de 120 días
no recibirán la primera liquidación, igual que hasta que no pasen las
Olimpiadas sus compañeros de piso no pueden dejar la casa para cogerse algo los
dos solos.
Sin
embargo, todo esto que piensa está, en efecto, pensándolo. Luego no es
inconsciente. Luego es consciente. Piensa en su compañera de piso griega, la
del colchón maravilloso. Piensa en lo bien que le vendría ahora una de sus
sesiones. Ser incapaz de ver los colchones sin duda podría entrar dentro del
espectro de las enfermedades mentales.
Sale
de la tienda. No recuerda dónde aparcó. No entiende por qué está ahí, por qué
ha vuelto. La gente ya no lee, en el metro ha visto mas kindles de los que le hubiera gustado, los libreros con los que ha
hablado repiten todos el mismo discurso apocalíptico sobre la crisis y la falta
de consumo. Pero la editorial lleva su nombre, y siempre ha pensado que antes o
después se marcharía de Londres. Le cuesta respirar. Lleva sin llover desde
octubre, cuatro meses de sequía. Ni siquiera puede llorar por dentro, hasta su
corazón se ha secado. Le duele muchísimo la espalda.
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