Escribir algo genial no es ni siquiera un challenge: es una obligación. Y yo, que desayuno paté la piara tapa negra cada día de mi vida (ojalá), pues eso que tengo ganado. Fui a Barcelona, volví de Barcelona. Estaba hace un rato tratando de poner cierto orden en la sección de Narrativa – aquí le decimos Fiction – y ha venido una chica y se ha tirado un pedo. Pues muy bien, claro que sí, un pedo de toda la vida. Entonces he dejado de hacer lo que estaba haciendo y me he dirigido al mostrador a la vez que gritaba: ¡no puedo trabajar si la gente se tira pedos a mi vera! La chica ha tardado muy poquito en salir por patas, suerte cari. Los pedos, en la calle. Fui a Barcelona y desayuné bocadillos de fuet cada mañana. Volví de Barcelona. Me han hecho unas tarjetas en plan “Lucía Barahona, editora”, y amenazan con regalarme una blackberry para poder leer los emails en tiempo real. Yo por mi parte me compré un secador, aunque esta mañana, huelga decir, le he usurpado el suyo a la griega que toca el piano. Lucía es una librera sexi de costumbres fijas. Bueno, hay una costumbre que llevo queriendo aniquilar por los siglos, pero ahí está la tía, permanece inmutable. O eso es lo que ella (la costumbre) se piensa, en realidad poquito a poco voy ganándole la batalla y ella (la costumbre) parece que no se está dando mucha cuenta. De soslayo le voy comiendo terreno y me niego a pensar que ella (la costumbre) sí es consciente de todo esto y se está haciendo la loca para de repente un día, cuando menos me lo espere, ¡zas!, meterme un golazo como los que marca el Madrid, de toda la vida. ¿Puedo negarme a esto? ¿Es posible negarse a la evidencia? Yo quiero ser un pony. Pues mira, no puedes; pero eso no quita para que una vez escribiera un cuentito espectacular, MI PASADO COMO JACA. Ahí va:
Yo nunca fui una jaca normal, pues desde muy temprana edad me vi obligada a trabajar como jaca de carreras para sacar a mi familia de la crisis monetaria que sufrimos cuando apenas contaba siete añitos. Pero aquí no comienza mi historia, de hecho comienza el día después de mi nacimiento. Acababan de traerme a casa tras un parto corriente, cuando ocurrió lo inevitable: mis padres no se habían imaginado que yo pudiera nacer jaca, así que mi cuarto no estaba adaptado a esta situación. La cama no era de paja sino que era un pequeño moisés blanco con adornos florales. No habían tenido suficiente con eso sino que encima de la supuesta dormidera había una especie de todo-terreno circular que daba vueltas y sonaba sin parar haciéndome vomitar cada vez que mi sistema auditivo detectaba un “Do”. Por lo demás, mi cuarto era normal. Lo que más me gustaba era el medidor de jacas que había en la pared. Me encantaba medirme y ver mis progresos día a día hasta que una tarde, sin previo aviso, jugábamos mis amigos humanos y yo a medirnos cuando de pronto uno de ellos advirtió que yo era una jaca. Todos se asustaron primero para pasar después a mofarse descaradamente de su amigo peludo. Esta falta de apoyo me lastimó profundamente, pero decidí seguir adelante gracias a la ayuda de mi familia.