Patsy III y yo en Clacton-on-Sea
Hace poco fui en tren a la playa, entendiendo por playa lo que los británicos entienden por playa: agua marronácea y amusements parks repletos de tragaperras y luces cegadoras. A la ida un señor gordo a más no poder roncaba como un bendito, y yo le echaba miradas asesinas que de poco sirvieron. Entonces recordé unas cosuelas que escribí allá por el lejano noviembre en China, en un tren nocturno que cogí con la soledad más total de mi propia persona. Beijing-Pingyao. Trece horas. Chinos y más chinos. La muerte.
Así dice mi cuaderno,
El tren 1163 salió de la estación oeste de Beijing a las 7 de la tarde. Desde hacía mucho tiempo, cada vez que quería mostrar mi disgusto con algo, decía “prefiero la muerte y la devastación”. Nada más entrar en mi vagón del tren nocturno Beijing-Pingyao decidí cambiar esta frase ya añeja por la más actual “prefiero coger un tren de asientos a Pingyao”. Los trenes chinos tienen diversas opciones: de pie, asiento, cama dura, cama menos dura, cama. Conseguir algún tipo de litera había resultado imposible, así que no tuve más remedio que decir que sí a uno de los vagones que sólo proporcionaba asientos. El infierno no debe distar mucho del panorama que encontré. Ya me habían hablado de estos trenes, de cómo la gente se hacina en ellos, ya sea sentados o de pie.
El asiento que me adjudicaba mi billete por supuesto estaba ocupado, y el chino que me había quitado el sitio no parecía muy por la labor de querer entender mis gestos universales de “mira, este asiento tiene el mismo número que MI billete”. Por suerte pasaba un Revisor por allí – no sé cómo, porque avanzar por ese pasillo que daba la impresión de parir personas a un ritmo más que frenético no era fácil. Le mostré el billete y enseguida echó de su asiento a un buen hombre que estaba sentado varias filas más allá de la mi número. En vano traté de hacerle entender que ese lugar no correspondía al de mi ticket, pero tanto el Revisor como mis futuros vecinos de viaje como el señor que se había quedado sin sitio me sonreían muy contentos invitándome a sentarme donde se me indicaba.
Era un grupo de cuatro asientos y a mí me tocó pasillo. A mi lado, ventana, se sentaba un Niño de unos 4 años con la cabeza rapada salvo por una coletilla en lo alto de la frente y otra en la nuca. Frente a mí había un Hombre de unos 30 años y a su lado, enfrente del Niño Rapado, una chica que no debía superar los 25 con un bebé en brazos. En el pasillo, junto a mí y al Hombre, la Madre del Niño Rapado se sentaba en una especie de sillita de pescador. Las dos madres conversaban sin permitir no un solo momento de silencio. A esta verborrea se unía la del Niño Rapado, quien entre bocado y bocado chillaba cosas a su madre sin que ésta le prestara la más mínima atención.
El Hombre parecía tan agobiado como yo. Lo lógico hubiera sido que nos dejaran sentarnos a nosotros dos juntos, o al menos que cada uno tuviera la ventana, en lugar de estar atrapados entre el eje de la madres cotorras y el eje del Niño Rapado y su madre. La pobre mujer además tenía que levantarse cada vez que alguien quería pasar por el pasillo: todo el rato.
El tren no llevaba ni dos minutos en marcha cuando todos los chinos a mi alrededor – yo era la única occidental – empezaron a sacar de sus múltiples bolsas de plástico y cajas de cartón los infames noodles precalentados que hozan haciendo un ruido harto desagradable y salpicando a diestro y siniestro. El olor tampoco ayudaba. El bebé no hacía más que tirar su biberón al suelo, y por nuestras posiciones éramos el hombre de 30 o yo los únicos que podíamos recogerlo. Una sola mirada bastó para que estableciéramos el pacto de no recogerlo más pasada la primera media hora.
Los chinos competían para ver quién ponía la música más alta y más hortera con el móvil. Este detalle de ir por la vida escuchando música por el teléfono ya me había quedado claro por todas partes. Los chinos no parecen poder vivir sin música. Se juntan en los parques y cantan ópera o cualquier otra cosa. Lo mismo ocurre en los restaurantes, en los aviones y, acababa de descubrirlo, en los trenes. Entre todo este caos el señor con el carrito de comida y bebidas se las apañaba con éxito para atravesar el pasillo cada veinte minutos.
Como era de esperar, al poco de arrancar a la madre en la sillita de pescador se le cayó parte del líquido de los noodles al suelo y todos tuvimos que colocar nuestras pertenencias sobre las rodillas. Hasta entonces mi mochila había estado en el suelo a mis pies porque los portaequipajes rebosaban macutillos atados con cuerdas y bolsas de basura envueltas con cinta aislante.
Las dos madres intercambiaban sus posiciones en función de a quién le tocara comer, y cuando al bebé le tocaba estar entorpeciendo el paso en el pasillo su madre no tenía otra opción que colocar la cabecita del retoño sobre mi pierna, de modo que mis vaqueros tardaron poco en estar cubiertos de babas y mocos.
Por algún motivo que no alcancé a comprender, a la hora de haber partido una chica joven que estaba sentada en el grupo de seis asientos al otro lado del pasillo me ofreció cambiarme el sitio. Acepté sin pensármelo dos veces, pues para ese entonces el Niño Rapado ya había engullido un bol de noodles, una bolsa entera de caramelos marrones que parecían chocolate pero que bien podían ser judías y algo parecido a unas rosquillas que probablemente serían de todo menos rosquillas. Que vomitara era, pues, cuestión de instantes.
Mis nuevos compañeros de viaje eran tres chicas y dos chicos de unos veinte años que no hablaban entre sí. Una dormía y el resto me miraban leer y escribir, pero después de dos semanas y media en China me había vuelto inmune a las miradas prolongadas y nada discretas de los chinos, a que me pidieran hacerme fotos con ellos o a que me hicieran una foto en mi cara sin más. Mi nueva ubicación era junto a la ventana, y eso incluía la calefacción de la pared. Fue un buen cambio. Sólo me preocupaba el hecho de que mis nuevos compis aún no hubieran cenado, y antes o después tendría que volver a presenciar la sorbida de los consabidos noodles, precalentados y malolientes.
El trayecto duraba doce horas, y miraba a aquellos que iban de pie con verdadera lástima y admiración.
En algún momento las moscas hicieron su aparición y atacaron los recipientes de noodles sin piedad. Mi comida consistía en zumo de pomelo, dos paquetes de donettes que había comprado en la estación y una croqueta de atún hecha por mí la noche anterior. Al sacarla de la bolsa los chinos, que llevaban siguiendo todos y cada uno de mis movimientos los últimos noventa minutos, me observaron más atentamente si cabe. La croqueta era grande, y la miraban como quien mira a un plutoniano por primera vez. Me la zampé en dos bocados, y mientras la masticaba me pareció la croqueta más maravillosa del mundo. Hasta pensé en ofrecer un trozo a la chica sentada a mi lado que me miraba de hito en hito mientras sorbía una especie de gelatina verde directamente de un contenedor de plástico. No le ofrecí al final porque recordé que los chinos fríen o hierven el jamón serrano, si no les da asco. No quería que nadie hiciera ascos a esa croqueta que era como levitar lejos del tren nocturno a Pingyao.
A las tres horas de viaje, los chinos que incumplían la señal de No Fumar superaban ampliamente en número a los que la cumplían. Para entonces mi mochila, que al cambiar de sitio había vuelto al suelo, y una de mis botas estaban manchadas del vómito amarillo y pestilente cortesía de la chica frente a mí tras comerse un plátano entre cabezada y cabezada. Por lo menos el olor a tabaco terminó comiéndose al del vómito.
El asiento que me adjudicaba mi billete por supuesto estaba ocupado, y el chino que me había quitado el sitio no parecía muy por la labor de querer entender mis gestos universales de “mira, este asiento tiene el mismo número que MI billete”. Por suerte pasaba un Revisor por allí – no sé cómo, porque avanzar por ese pasillo que daba la impresión de parir personas a un ritmo más que frenético no era fácil. Le mostré el billete y enseguida echó de su asiento a un buen hombre que estaba sentado varias filas más allá de la mi número. En vano traté de hacerle entender que ese lugar no correspondía al de mi ticket, pero tanto el Revisor como mis futuros vecinos de viaje como el señor que se había quedado sin sitio me sonreían muy contentos invitándome a sentarme donde se me indicaba.
Era un grupo de cuatro asientos y a mí me tocó pasillo. A mi lado, ventana, se sentaba un Niño de unos 4 años con la cabeza rapada salvo por una coletilla en lo alto de la frente y otra en la nuca. Frente a mí había un Hombre de unos 30 años y a su lado, enfrente del Niño Rapado, una chica que no debía superar los 25 con un bebé en brazos. En el pasillo, junto a mí y al Hombre, la Madre del Niño Rapado se sentaba en una especie de sillita de pescador. Las dos madres conversaban sin permitir no un solo momento de silencio. A esta verborrea se unía la del Niño Rapado, quien entre bocado y bocado chillaba cosas a su madre sin que ésta le prestara la más mínima atención.
El Hombre parecía tan agobiado como yo. Lo lógico hubiera sido que nos dejaran sentarnos a nosotros dos juntos, o al menos que cada uno tuviera la ventana, en lugar de estar atrapados entre el eje de la madres cotorras y el eje del Niño Rapado y su madre. La pobre mujer además tenía que levantarse cada vez que alguien quería pasar por el pasillo: todo el rato.
El tren no llevaba ni dos minutos en marcha cuando todos los chinos a mi alrededor – yo era la única occidental – empezaron a sacar de sus múltiples bolsas de plástico y cajas de cartón los infames noodles precalentados que hozan haciendo un ruido harto desagradable y salpicando a diestro y siniestro. El olor tampoco ayudaba. El bebé no hacía más que tirar su biberón al suelo, y por nuestras posiciones éramos el hombre de 30 o yo los únicos que podíamos recogerlo. Una sola mirada bastó para que estableciéramos el pacto de no recogerlo más pasada la primera media hora.
Los chinos competían para ver quién ponía la música más alta y más hortera con el móvil. Este detalle de ir por la vida escuchando música por el teléfono ya me había quedado claro por todas partes. Los chinos no parecen poder vivir sin música. Se juntan en los parques y cantan ópera o cualquier otra cosa. Lo mismo ocurre en los restaurantes, en los aviones y, acababa de descubrirlo, en los trenes. Entre todo este caos el señor con el carrito de comida y bebidas se las apañaba con éxito para atravesar el pasillo cada veinte minutos.
Como era de esperar, al poco de arrancar a la madre en la sillita de pescador se le cayó parte del líquido de los noodles al suelo y todos tuvimos que colocar nuestras pertenencias sobre las rodillas. Hasta entonces mi mochila había estado en el suelo a mis pies porque los portaequipajes rebosaban macutillos atados con cuerdas y bolsas de basura envueltas con cinta aislante.
Las dos madres intercambiaban sus posiciones en función de a quién le tocara comer, y cuando al bebé le tocaba estar entorpeciendo el paso en el pasillo su madre no tenía otra opción que colocar la cabecita del retoño sobre mi pierna, de modo que mis vaqueros tardaron poco en estar cubiertos de babas y mocos.
Por algún motivo que no alcancé a comprender, a la hora de haber partido una chica joven que estaba sentada en el grupo de seis asientos al otro lado del pasillo me ofreció cambiarme el sitio. Acepté sin pensármelo dos veces, pues para ese entonces el Niño Rapado ya había engullido un bol de noodles, una bolsa entera de caramelos marrones que parecían chocolate pero que bien podían ser judías y algo parecido a unas rosquillas que probablemente serían de todo menos rosquillas. Que vomitara era, pues, cuestión de instantes.
Mis nuevos compañeros de viaje eran tres chicas y dos chicos de unos veinte años que no hablaban entre sí. Una dormía y el resto me miraban leer y escribir, pero después de dos semanas y media en China me había vuelto inmune a las miradas prolongadas y nada discretas de los chinos, a que me pidieran hacerme fotos con ellos o a que me hicieran una foto en mi cara sin más. Mi nueva ubicación era junto a la ventana, y eso incluía la calefacción de la pared. Fue un buen cambio. Sólo me preocupaba el hecho de que mis nuevos compis aún no hubieran cenado, y antes o después tendría que volver a presenciar la sorbida de los consabidos noodles, precalentados y malolientes.
El trayecto duraba doce horas, y miraba a aquellos que iban de pie con verdadera lástima y admiración.
En algún momento las moscas hicieron su aparición y atacaron los recipientes de noodles sin piedad. Mi comida consistía en zumo de pomelo, dos paquetes de donettes que había comprado en la estación y una croqueta de atún hecha por mí la noche anterior. Al sacarla de la bolsa los chinos, que llevaban siguiendo todos y cada uno de mis movimientos los últimos noventa minutos, me observaron más atentamente si cabe. La croqueta era grande, y la miraban como quien mira a un plutoniano por primera vez. Me la zampé en dos bocados, y mientras la masticaba me pareció la croqueta más maravillosa del mundo. Hasta pensé en ofrecer un trozo a la chica sentada a mi lado que me miraba de hito en hito mientras sorbía una especie de gelatina verde directamente de un contenedor de plástico. No le ofrecí al final porque recordé que los chinos fríen o hierven el jamón serrano, si no les da asco. No quería que nadie hiciera ascos a esa croqueta que era como levitar lejos del tren nocturno a Pingyao.
A las tres horas de viaje, los chinos que incumplían la señal de No Fumar superaban ampliamente en número a los que la cumplían. Para entonces mi mochila, que al cambiar de sitio había vuelto al suelo, y una de mis botas estaban manchadas del vómito amarillo y pestilente cortesía de la chica frente a mí tras comerse un plátano entre cabezada y cabezada. Por lo menos el olor a tabaco terminó comiéndose al del vómito.
Los olores, las cancioncitas, los llantos del bebé, las conversaciones a gritos y los diversos ruidos guturales que los chinos realizan constantemente y sin importarles un rábano si molestarán a alguien o no (bostezos, escupitajos, rascadas de garganta, sorbida de mocos, eructos, ronquidos, pedos, resoplidos varios…) me impedían conciliar ningún sueño. Aún me quedaban nueve horas y ya iba por la mitad de uno de los dos libros que llevaba conmigo: La Ciudad Prohibida (Anchee Min), sobre la vida de Cixi, la última emperatriz de China.
Cixi acababa de dar a luz al primer hijo varón del emperador Hsien Feng cuando el ruido como de un melón golpeando un suelo blando me sacó de mi lectura. El melón resultó ser la cabeza del bebé al otro lado del pasillo, y el suelo blando era el del tren. El bebé rompió a llorar inmediatamente y su madre le recogió del suelo riéndose. Se le había caído el niño estando de pie y a todos les pareció muy divertido. El bebé lloró desconsolado un par de minutos pero se calmó enseguida. Los bebés chinos parecen más sanos y fuertes que los occidentales, y este episodio en el tren no hizo sino reforzar esta creencia. Bebés o niños en carritos son difíciles de ver. Los padres o abuelos suelen llevar a los pequeños en brazos o a hombros en unas posturas que parecen broma por la peligrosidad que entrañan. La ropa de los niños es un típico pantalón con agujeros delante y detrás para que puedan mear y cagar en cualquier momento. En invierno el frío que se les cuela por dichos agujeros hace que sus culitos tengan un color morado poco natural.
Por algún motivo que tampoco acerté a comprender, el señor encargado de cruzar el pasillo, fregona en ristre, sólo lo hizo antes de que el tren arrancara, cuando los asientos aún no estaban del todo decididos y había más gente de pie que sentada. El vómito amarillo y los distintos líquidos estuvieron entre nosotros hasta que me bajé en Pingyao a las 8 de la mañana.
A eso de la medianoche los tres chinos frente a mí estaban dormidos, mientras que la chica y el chico a mi derecha me molestaban sobremanera con los jueguecitos de sus respectivos móviles, volumen al máximo. Nadie más parecía contrariado ante esta falta de paz gratuita.
En algún momento después de la 1 el sueño pudo conmigo y me recosté malamente contra la ventana en una postura fatal para mi espalda. La ventana estaba mal sellada y un aire gélido se colaba por las ranurillas (la calefacción se había apagado a las 10 de la noche). Al poco rato me despertó el melodioso sonido de un ser humano sorbiendo noodles. Abrí los ojos y descubrí al chico de delante enfrascado en la ruidosa tarea de alimentarse. Al otro lado del pasillo la madre del bebé no había parado de comunicarse a gritos con la del niño rapado en las últimas seis horas. Sus hijos dormían y de vez en cuando ellas silbaban a pleno pulmón si notaban que los niños se revolvían en sus regazos. Sorprendentemente semejante bocinazo parecía calmarles.
El señor del carrito de comida seguía pasando cada poco tiempo, seguido de una mujer con una bolsa de basura gigante. A ninguno de los dos le quitaba el sueño que la mayoría del vagón estuviera durmiendo. Atravesaban el pasillo vociferando “¡agua! ¡comida! ¡basura!”. Aún con tanto ruido los ronquidos de varias personas jamás que quebraron. Las mismas caras de siempre permanecían de pie en el pasillo.
El tren hizo incontables paradas. Cada vez que esto ocurría se bajaba el mismo número de personas que se subían, de modo que jamás ganamos espacio. Me preocupaba no entender qué decía la voz del altavoz cuando nos acercábamos a las distintas estaciones, pero en la taquilla donde compré el billete me habían dicho que serían doce horas hasta Pingyao.
No sé cómo entre las 2 y las 7 dormí bastante. Nunca profundamente, pues los diversos sonidos ya explicados me impedían hacer tal cosa. Aún así logré descansar, y cuando la tos cada vez más preocupante de la chica frente a mí por fin me desveló completamente eran pasadas las 7. El tren paró poco después pero no me pareció entender la palabra “Pingyao” por la megafonía.
A las 8 de la mañana mi ansiedad era máxima: habían pasado trece horas y no me quedaban donettes. Como no había querido descubrir cómo eran los baños de aquel tren abarrotado, llevaba sin beber agua más de medio día. Mi boca estaba seca y además necesitaba ir al lavabo de todos modos.
El altavoz volvió a decir algo y esta vez no dudé en preguntar a mi vecina la sorbedora de gelatina verde. Le mostré mi billete que ponía “Pingyao” y por gestos me indicó que era la siguiente parada. Supongo que fueron los dos interraíles a mis espaldas los que me ayudaron a no pasarme de estación. No sé por qué estaba erróneamente convencida de que Pingyao era final de trayecto.
Pingyao es un pueblito muy chino, pero me da pereza seguir la explicación y os remito a las guías de viaje para que indaguéis más sobre ello. Tuve la suerte de conocer a una Italiana que hablaba chino y nos pasamos el día juntas pedaleando entre las callejuelas y comiendo sin parar. Resulta que ella había venido en el mismo tren que yo pero sí había podido encontrar un billete para los compartimentos con camas. Casi me da algo cuando me dijo que de las seis camas de su cuarto dos estuvieron vacías sin interrupción.
Mi billete de vuelta era para esa misma noche – cágate lorito – y la Italiana me escribió en chino en un papel “¿Sabe usted si quedan camas libres? Pago la diferencia y lo que haga falta” para que se lo diera al revisor nada más subir al tren. Huelga decir que el revisor no me hizo ni caso.
Pingyao y nuestras bicis
De nuevo mi asiento estaba ocupado, esta vez por una mujer de unos cincuenta años. Me dije a mí misma que no me dejaría aplastar una segunda vez. Le evidencié mi billete y logré que ella me enseñara el suyo. Estaba sentada en el asiento 106, el mío, y su billete ponía 010. ¿Hola? La mujer empezó a hacerse la sueca pero yo fui inflexible. Terminó cediendo y se marchó. En ese momento se sentó en el 106 una china veinteañera. No dejé que la mala leche se apoderara de mí y con paciencia conseguí que me mostrara su billete. Había acertado el asiento, pero no el vagón. ¡La realidad siempre supera a la ficción y este viaje a Pingyao es el ejemplo perfecto!
Mis compañeros en el viaje de vuelta eran mucho más mayores que los de la noche anterior. Por motivos ocultos la mujer a la que había tenido que echar de mi sitio terminó sentada a mi lado, en lugar de ocupar su lugar treces filas más allá. Junto a ella un señor no molestaba nada y dormía apoyado en la ventana. Frente a él otro señor leía una revista china y se hurgaba la nariz con todo el descaro. A su lado y frente a mí se sentaban dos hombres que me escrutinaron a conciencia desde el primer momento. Uno de ellos no dudó incluso en quitarme el libro de las manos incapaz de mantener a raya su curiosidad. Intenté explicarle
Y ya no escribí más, porque me estaba poniendo enferma del agobio. Me dediqué a terminar mi libro y a despegar, sin ningún miramiento ni cariño, la cabeza de la mujer de los huevos duros de mi hombro, algo así como cada dos minutos. Trece horas seguidas. No dormí nada, y fue un poco antes de llegar a Beijing cuando escribí mi Oda de Odio a los Chinos. La publiqué en el blog pero la quité rápido porque me sentía muy mala gente. Tachadme de tiquismiquis: pues vale, ¿y qué?
Mis compañeros en el viaje de vuelta eran mucho más mayores que los de la noche anterior. Por motivos ocultos la mujer a la que había tenido que echar de mi sitio terminó sentada a mi lado, en lugar de ocupar su lugar treces filas más allá. Junto a ella un señor no molestaba nada y dormía apoyado en la ventana. Frente a él otro señor leía una revista china y se hurgaba la nariz con todo el descaro. A su lado y frente a mí se sentaban dos hombres que me escrutinaron a conciencia desde el primer momento. Uno de ellos no dudó incluso en quitarme el libro de las manos incapaz de mantener a raya su curiosidad. Intenté explicarle
que era en español, pero no debía de pronunciar correctamente las tres sílabas que significan España (Shi-ba-ña o algo similar). Como no tenía nada mejor que hacer, rebusqué en mi mochila – otra vez en el suelo – hasta encontrar mi pequeña guía de traducciones básicas Español – Mandarín. Al comprender que venía de España (como para explicarles que vivo en Londres) sonrieron bastante y me hicieron mil preguntas en chino que obviamente no comprendí. Los cuatro chicos más jóvenes al otro lado del pasillo se unieron a este juego tan divertido y yo me abrumé harto.
Un niño llegaba de vez en cuando hasta nosotros y le entregaba a la mujer sentada a mi lado comida y más comida. Ella pretendía no quererla al principio pero enseguida la aceptaba y me tocaba escuchar casi en mi oreja cómo masticaba con toda la bocaza abierta manzanas, salchichas y huevos duros a palo seco. Entre manjar y manjar eructaba y tiraba la basura al suelo, sin duda solidarizándose con las cáscaras de cacahuetes que el hombre frente a mí dejaba caer por su jersey, su asiento y nuestros zapatos…
Un niño llegaba de vez en cuando hasta nosotros y le entregaba a la mujer sentada a mi lado comida y más comida. Ella pretendía no quererla al principio pero enseguida la aceptaba y me tocaba escuchar casi en mi oreja cómo masticaba con toda la bocaza abierta manzanas, salchichas y huevos duros a palo seco. Entre manjar y manjar eructaba y tiraba la basura al suelo, sin duda solidarizándose con las cáscaras de cacahuetes que el hombre frente a mí dejaba caer por su jersey, su asiento y nuestros zapatos…
Y ya no escribí más, porque me estaba poniendo enferma del agobio. Me dediqué a terminar mi libro y a despegar, sin ningún miramiento ni cariño, la cabeza de la mujer de los huevos duros de mi hombro, algo así como cada dos minutos. Trece horas seguidas. No dormí nada, y fue un poco antes de llegar a Beijing cuando escribí mi Oda de Odio a los Chinos. La publiqué en el blog pero la quité rápido porque me sentía muy mala gente. Tachadme de tiquismiquis: pues vale, ¿y qué?
Señor que me quitó el libro
3 comentarios:
Dios mio!.
Yo en tu lugar creo que asesino,así sin anestesia,sin más.
No soporto esos ruidos!!.
Jajajajajajajajajajajajaja!!!!
Me meo contigo tíaaa!!!!!!
No veas qué carcajadazas me he echado en el curro!!! Yo creo que se piensan que estoy loca :P
Jo, que no queda nada y te tenemos por aquí!!!! Oleeeeeee!!!!
"la del pincho"
Un post genial.
Por un rato me sentí dentro de ese tren infame... es curioso, siempre que he contemplado comer a un chino me ha parecido repugnante.
Su forma de sorber la comida, el olor asqueroso de los noodles y el tintineo de de los cuencos de metal donde comen...
Nunca he estado en China, así que estos episodios casi siempre los presencié en los típicos comercios de barrio que regentan... ya veo que no estaba equivocada con sus costumbres.
Debe ser un pedazo de viaje, aún así.
Buen blog.
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