Camaradas,
Ahora que mi vida como camarera va llegando a su fin, he sentido la necesidad (poco imperiosa) de documentar los pequeños detalles que hacen de esta ocupación un día a día tan escaso de glamour. Atención, que tacho: a partir de ahora no se me puede olvidar que está prohibido trabajar tanto de recepcionista como de camarera. Es preferible emular a Ignatius Reilly y malgastar una juventud irrecuperable al frente de un carrito ambulante de perritos calientes. ¡Qué difícil es la vida de una chica guapa, overeducated y con las ideas tan poco claras!
Resumiré todo aquello que pretendo comunicar mediante la disección pormenorizada de un día cualquiera en el Film Café: domingo 23 de junio de 2008, mi antepenúltimo día sirviendo detrás de una barra.
Tras ciclear treinta hermosos minutos por parques atiborrados de gente medio desnuda (el sol brillaba, aunque el viento soplaba bravo bravísimo) llegué a mi destino, el Film Café bajo el puente de Waterloo, cinco minutos antes de la hora. Confieso que normalmente sucede a la contra: cinco minutos después de la hora.
Una vez aparcada y candada la bici, llegó el momento de introducir mi ser en ese cuartucho sin ventilación y lleno de ropa, trapos y zapatos sucios y malolientes que dicen llamar Vestuario. Yo me cambio en el cuarto de baño para minusválidos antes que exponer mi piel a semejante hedor a podredumbre y descomposición animal, vegetal y mineral. Pero ahí están las taquillas para guardar tus posesiones. Es maravilloso llegar cada mañana o tarde con tan pocas ganas de volver a perder ocho horas de tu vida y encontrarte de sopetón con ese olor a mierda pura.
A la una en punto, de luto riguroso, traspasé la puerta que lleva al pequeño recinto de detrás de la barra y saludé a mis compis del día: portugués, polaca, serbio, brasileño, polaco e hindú. Y fue entonces cuando atisbé el desastre y puse el grito en el cielo (y en inglés):
- What the fuck is that?! (¡¿Qué coño es eso?!)
- Oh yes, the coffee machine is leaking (Ah sí, la cafetera pierde agua)
- Again?! (¡¿ Otra vez?!)
Nuestra cafetera Cimbali – no se qué – no se qué es un truño estelar que cuando no pierde agua la palanquita que deja la leche a punto para capuchinos se rompe. Así no se puede trabajar.
El agua se escapaba por dos sitios distintos de la parte de debajo de la máquina, y el técnico no trabaja los domingos. Solución del Manager: cada cinco minutos meter mogollón de papel higiénico para que empape. Solución de Lucía: negarse a usar la máquina. Al final el Manager concedió que su idea absurda del papel higiénico no podría evitar una electrocutación segura y masiva, puesto que agua + enchufes = NO.
De mis compis, el portugués no hace absolutamente nada salvo hablar de por qué no está haciendo absolutamente nada porque está explicando por qué no está haciendo absolutamente nada; el serbio es nuevo y poco avispado; para el hindú cualquier excusa es buena para dejar de trabajar y pirarse a la cocina a saludar al Chef; el brasileño se niega a trabajar con el portugués o el hindú y se autoerigió camarero de sala para el día; los polacos nunca fallan, trabajan duro y es un placer saber que no eres la única idiota dispuesta a herniarse por un puñado de pistachos (= mi sueldo).
Para redondear el día, la Alta Dirección ha decidido subir harto los precios de todo, y por algún indescifrable motivo han optado por no decir nada a aquellos que trabajamos sirviendo y cobrando lo mismo una vez tras otra, automatizados al máximo. A la cuarta pinta me di cuenta de que estaba cobrando menos de lo que la caja indicaba, puesto que lo hacía de memoria sin mirar a la pantalla. Ipso facto se lo quise comunicar al Manager y ¿qué me dice?: pon la diferencia de vuestras propinas. ¿Y qué le dije? Mira no me vaciles ni me hagas empezar a hablar.
(Inciso: he encontrado curro en una librería estupenda, pero de todas formas mis días en el Film Café estaban contados y recontados. El fin de semana pasado nos registraron. Uno a uno nos hicieron ir pasando al Vestuario y tuvimos que abrir las mochilas y carteras y palparnos los bolsillos. Yo no me podía creer que eso fuera legal, porque fue el Manager quien llevó a cabo el registro. Debieron ser las nulas ganas de ponerme a discutir allí dentro, con el olor a ratas muertas tan próximo, lo que me hizo hacer lo que me pedían en lugar de negarme y llamar a mi abogado. Si él iba de flipado, ¿por qué no ir yo también? Al día siguiente traté de pedirle explicaciones y ¿qué me dice?:
- Yo puedo hacer esto, en tu contrato lo pone
- Yo no he firmado nada
- Ah sí, tienes que firmarlo
- Ah sí, me piro de esta empresa, esta es mi última semana
Fin del inciso)
Los domingos suelen ser bastante tranquilitos, y por eso pensé que me dejarían marchar una hora antes de que terminara mi turno para poder ver al menos la segunda parte del España-Italia. Pero no. Los clientes formaban bellas filas humanas que no parecían tener fin, y cuando lograban hacer su pedido se enfadaban con nosotros, los camareros pringados que ni pinchamos ni cortamos el bacalao, por la subida de precios, porque no servimos café y han hecho cola para nada o porque no tienen dinero en metálico, sólo tarjeta (oh sí, también se estropeó la maquinita de las tarjetas de crédito).
Menos mal que el Chef trajo de pronto boles de fresas con helado para todos, y que me escapaba de vez en cuando al cuarto de los Seguratas para ver la primera mitad del partido.
A eso de las nueve la cosa se calmó y me perdonaron la última media hora. Me serví una pinta y corrí al cuarto de los Seguratas, pero todos son argelinos y les estimulaba más Gran Hermano que la selección española de fútbol. Con las mismas me cambié y me fui a un pub cercano a ver lo que quedaba de la segunda mitad, la prórroga y los penaltis. ¡Vamos España!
Mi día terminó en el Soho. Tras el partidazo pedaleé hasta allí para encontrarme con mi novia, su hermano y una amiga noruega de él. El Café Boheme en Old Crompton St es fashion a más no poder, y el Segurata de la puerta no se creía que una chica con mi aspecto tuviera dinero para consumir nada ahí, y se empeñaba en que sólo quería entrar al local (nuestra mesa estaba en la terraza) para mear. Al final tuvo que venir el Segurata de la terraza para corroborar que mi historia era cierta. Fue estupendo.
En el baño había una cola de tres chicas para dos váteres, uno con papel y otro sin. Fue más estupendo todavía cuando una de las chicas se giró para preguntarme si no quería entrar en el baño sin papel higiénico. Puse cara de “Te odio y siempre te odiaré” y le pregunté si tan mala pinta tenía. La chica se limitó a sonreír.
Ahora que mi vida como camarera va llegando a su fin, he sentido la necesidad (poco imperiosa) de documentar los pequeños detalles que hacen de esta ocupación un día a día tan escaso de glamour. Atención, que tacho: a partir de ahora no se me puede olvidar que está prohibido trabajar tanto de recepcionista como de camarera. Es preferible emular a Ignatius Reilly y malgastar una juventud irrecuperable al frente de un carrito ambulante de perritos calientes. ¡Qué difícil es la vida de una chica guapa, overeducated y con las ideas tan poco claras!
Resumiré todo aquello que pretendo comunicar mediante la disección pormenorizada de un día cualquiera en el Film Café: domingo 23 de junio de 2008, mi antepenúltimo día sirviendo detrás de una barra.
Tras ciclear treinta hermosos minutos por parques atiborrados de gente medio desnuda (el sol brillaba, aunque el viento soplaba bravo bravísimo) llegué a mi destino, el Film Café bajo el puente de Waterloo, cinco minutos antes de la hora. Confieso que normalmente sucede a la contra: cinco minutos después de la hora.
Una vez aparcada y candada la bici, llegó el momento de introducir mi ser en ese cuartucho sin ventilación y lleno de ropa, trapos y zapatos sucios y malolientes que dicen llamar Vestuario. Yo me cambio en el cuarto de baño para minusválidos antes que exponer mi piel a semejante hedor a podredumbre y descomposición animal, vegetal y mineral. Pero ahí están las taquillas para guardar tus posesiones. Es maravilloso llegar cada mañana o tarde con tan pocas ganas de volver a perder ocho horas de tu vida y encontrarte de sopetón con ese olor a mierda pura.
A la una en punto, de luto riguroso, traspasé la puerta que lleva al pequeño recinto de detrás de la barra y saludé a mis compis del día: portugués, polaca, serbio, brasileño, polaco e hindú. Y fue entonces cuando atisbé el desastre y puse el grito en el cielo (y en inglés):
- What the fuck is that?! (¡¿Qué coño es eso?!)
- Oh yes, the coffee machine is leaking (Ah sí, la cafetera pierde agua)
- Again?! (¡¿ Otra vez?!)
Nuestra cafetera Cimbali – no se qué – no se qué es un truño estelar que cuando no pierde agua la palanquita que deja la leche a punto para capuchinos se rompe. Así no se puede trabajar.
El agua se escapaba por dos sitios distintos de la parte de debajo de la máquina, y el técnico no trabaja los domingos. Solución del Manager: cada cinco minutos meter mogollón de papel higiénico para que empape. Solución de Lucía: negarse a usar la máquina. Al final el Manager concedió que su idea absurda del papel higiénico no podría evitar una electrocutación segura y masiva, puesto que agua + enchufes = NO.
De mis compis, el portugués no hace absolutamente nada salvo hablar de por qué no está haciendo absolutamente nada porque está explicando por qué no está haciendo absolutamente nada; el serbio es nuevo y poco avispado; para el hindú cualquier excusa es buena para dejar de trabajar y pirarse a la cocina a saludar al Chef; el brasileño se niega a trabajar con el portugués o el hindú y se autoerigió camarero de sala para el día; los polacos nunca fallan, trabajan duro y es un placer saber que no eres la única idiota dispuesta a herniarse por un puñado de pistachos (= mi sueldo).
Para redondear el día, la Alta Dirección ha decidido subir harto los precios de todo, y por algún indescifrable motivo han optado por no decir nada a aquellos que trabajamos sirviendo y cobrando lo mismo una vez tras otra, automatizados al máximo. A la cuarta pinta me di cuenta de que estaba cobrando menos de lo que la caja indicaba, puesto que lo hacía de memoria sin mirar a la pantalla. Ipso facto se lo quise comunicar al Manager y ¿qué me dice?: pon la diferencia de vuestras propinas. ¿Y qué le dije? Mira no me vaciles ni me hagas empezar a hablar.
(Inciso: he encontrado curro en una librería estupenda, pero de todas formas mis días en el Film Café estaban contados y recontados. El fin de semana pasado nos registraron. Uno a uno nos hicieron ir pasando al Vestuario y tuvimos que abrir las mochilas y carteras y palparnos los bolsillos. Yo no me podía creer que eso fuera legal, porque fue el Manager quien llevó a cabo el registro. Debieron ser las nulas ganas de ponerme a discutir allí dentro, con el olor a ratas muertas tan próximo, lo que me hizo hacer lo que me pedían en lugar de negarme y llamar a mi abogado. Si él iba de flipado, ¿por qué no ir yo también? Al día siguiente traté de pedirle explicaciones y ¿qué me dice?:
- Yo puedo hacer esto, en tu contrato lo pone
- Yo no he firmado nada
- Ah sí, tienes que firmarlo
- Ah sí, me piro de esta empresa, esta es mi última semana
Fin del inciso)
Los domingos suelen ser bastante tranquilitos, y por eso pensé que me dejarían marchar una hora antes de que terminara mi turno para poder ver al menos la segunda parte del España-Italia. Pero no. Los clientes formaban bellas filas humanas que no parecían tener fin, y cuando lograban hacer su pedido se enfadaban con nosotros, los camareros pringados que ni pinchamos ni cortamos el bacalao, por la subida de precios, porque no servimos café y han hecho cola para nada o porque no tienen dinero en metálico, sólo tarjeta (oh sí, también se estropeó la maquinita de las tarjetas de crédito).
Menos mal que el Chef trajo de pronto boles de fresas con helado para todos, y que me escapaba de vez en cuando al cuarto de los Seguratas para ver la primera mitad del partido.
A eso de las nueve la cosa se calmó y me perdonaron la última media hora. Me serví una pinta y corrí al cuarto de los Seguratas, pero todos son argelinos y les estimulaba más Gran Hermano que la selección española de fútbol. Con las mismas me cambié y me fui a un pub cercano a ver lo que quedaba de la segunda mitad, la prórroga y los penaltis. ¡Vamos España!
Mi día terminó en el Soho. Tras el partidazo pedaleé hasta allí para encontrarme con mi novia, su hermano y una amiga noruega de él. El Café Boheme en Old Crompton St es fashion a más no poder, y el Segurata de la puerta no se creía que una chica con mi aspecto tuviera dinero para consumir nada ahí, y se empeñaba en que sólo quería entrar al local (nuestra mesa estaba en la terraza) para mear. Al final tuvo que venir el Segurata de la terraza para corroborar que mi historia era cierta. Fue estupendo.
En el baño había una cola de tres chicas para dos váteres, uno con papel y otro sin. Fue más estupendo todavía cuando una de las chicas se giró para preguntarme si no quería entrar en el baño sin papel higiénico. Puse cara de “Te odio y siempre te odiaré” y le pregunté si tan mala pinta tenía. La chica se limitó a sonreír.