martes, 24 de junio de 2008

Las pintas no lo son todo


Camaradas,

Ahora que mi vida como camarera va llegando a su fin, he sentido la necesidad (poco imperiosa) de documentar los pequeños detalles que hacen de esta ocupación un día a día tan escaso de glamour. Atención, que tacho: a partir de ahora no se me puede olvidar que está prohibido trabajar tanto de recepcionista como de camarera. Es preferible emular a Ignatius Reilly y malgastar una juventud irrecuperable al frente de un carrito ambulante de perritos calientes. ¡Qué difícil es la vida de una chica guapa, overeducated y con las ideas tan poco claras!

Resumiré todo aquello que pretendo comunicar mediante la disección pormenorizada de un día cualquiera en el Film Café: domingo 23 de junio de 2008, mi antepenúltimo día sirviendo detrás de una barra.

Tras ciclear treinta hermosos minutos por parques atiborrados de gente medio desnuda (el sol brillaba, aunque el viento soplaba bravo bravísimo) llegué a mi destino, el Film Café bajo el puente de Waterloo, cinco minutos antes de la hora. Confieso que normalmente sucede a la contra: cinco minutos después de la hora.

Una vez aparcada y candada la bici, llegó el momento de introducir mi ser en ese cuartucho sin ventilación y lleno de ropa, trapos y zapatos sucios y malolientes que dicen llamar Vestuario. Yo me cambio en el cuarto de baño para minusválidos antes que exponer mi piel a semejante hedor a podredumbre y descomposición animal, vegetal y mineral. Pero ahí están las taquillas para guardar tus posesiones. Es maravilloso llegar cada mañana o tarde con tan pocas ganas de volver a perder ocho horas de tu vida y encontrarte de sopetón con ese olor a mierda pura.

A la una en punto, de luto riguroso, traspasé la puerta que lleva al pequeño recinto de detrás de la barra y saludé a mis compis del día: portugués, polaca, serbio, brasileño, polaco e hindú. Y fue entonces cuando atisbé el desastre y puse el grito en el cielo (y en inglés):

- What the fuck is that?! (¡¿Qué coño es eso?!)
- Oh yes, the coffee machine is leaking (Ah sí, la cafetera pierde agua)
- Again?! (¡¿ Otra vez?!)

Nuestra cafetera Cimbali – no se qué – no se qué es un truño estelar que cuando no pierde agua la palanquita que deja la leche a punto para capuchinos se rompe. Así no se puede trabajar.

El agua se escapaba por dos sitios distintos de la parte de debajo de la máquina, y el técnico no trabaja los domingos. Solución del Manager: cada cinco minutos meter mogollón de papel higiénico para que empape. Solución de Lucía: negarse a usar la máquina. Al final el Manager concedió que su idea absurda del papel higiénico no podría evitar una electrocutación segura y masiva, puesto que agua + enchufes = NO.

De mis compis, el portugués no hace absolutamente nada salvo hablar de por qué no está haciendo absolutamente nada porque está explicando por qué no está haciendo absolutamente nada; el serbio es nuevo y poco avispado; para el hindú cualquier excusa es buena para dejar de trabajar y pirarse a la cocina a saludar al Chef; el brasileño se niega a trabajar con el portugués o el hindú y se autoerigió camarero de sala para el día; los polacos nunca fallan, trabajan duro y es un placer saber que no eres la única idiota dispuesta a herniarse por un puñado de pistachos (= mi sueldo).

Para redondear el día, la Alta Dirección ha decidido subir harto los precios de todo, y por algún indescifrable motivo han optado por no decir nada a aquellos que trabajamos sirviendo y cobrando lo mismo una vez tras otra, automatizados al máximo. A la cuarta pinta me di cuenta de que estaba cobrando menos de lo que la caja indicaba, puesto que lo hacía de memoria sin mirar a la pantalla. Ipso facto se lo quise comunicar al Manager y ¿qué me dice?: pon la diferencia de vuestras propinas. ¿Y qué le dije? Mira no me vaciles ni me hagas empezar a hablar.

(Inciso: he encontrado curro en una librería estupenda, pero de todas formas mis días en el Film Café estaban contados y recontados. El fin de semana pasado nos registraron. Uno a uno nos hicieron ir pasando al Vestuario y tuvimos que abrir las mochilas y carteras y palparnos los bolsillos. Yo no me podía creer que eso fuera legal, porque fue el Manager quien llevó a cabo el registro. Debieron ser las nulas ganas de ponerme a discutir allí dentro, con el olor a ratas muertas tan próximo, lo que me hizo hacer lo que me pedían en lugar de negarme y llamar a mi abogado. Si él iba de flipado, ¿por qué no ir yo también? Al día siguiente traté de pedirle explicaciones y ¿qué me dice?:

- Yo puedo hacer esto, en tu contrato lo pone
- Yo no he firmado nada
- Ah sí, tienes que firmarlo
- Ah sí, me piro de esta empresa, esta es mi última semana


Fin del inciso)

Los domingos suelen ser bastante tranquilitos, y por eso pensé que me dejarían marchar una hora antes de que terminara mi turno para poder ver al menos la segunda parte del España-Italia. Pero no. Los clientes formaban bellas filas humanas que no parecían tener fin, y cuando lograban hacer su pedido se enfadaban con nosotros, los camareros pringados que ni pinchamos ni cortamos el bacalao, por la subida de precios, porque no servimos café y han hecho cola para nada o porque no tienen dinero en metálico, sólo tarjeta (oh sí, también se estropeó la maquinita de las tarjetas de crédito).

Menos mal que el Chef trajo de pronto boles de fresas con helado para todos, y que me escapaba de vez en cuando al cuarto de los Seguratas para ver la primera mitad del partido.

A eso de las nueve la cosa se calmó y me perdonaron la última media hora. Me serví una pinta y corrí al cuarto de los Seguratas, pero todos son argelinos y les estimulaba más Gran Hermano que la selección española de fútbol. Con las mismas me cambié y me fui a un pub cercano a ver lo que quedaba de la segunda mitad, la prórroga y los penaltis. ¡Vamos España!

Mi día terminó en el Soho. Tras el partidazo pedaleé hasta allí para encontrarme con mi novia, su hermano y una amiga noruega de él. El Café Boheme en Old Crompton St es fashion a más no poder, y el Segurata de la puerta no se creía que una chica con mi aspecto tuviera dinero para consumir nada ahí, y se empeñaba en que sólo quería entrar al local (nuestra mesa estaba en la terraza) para mear. Al final tuvo que venir el Segurata de la terraza para corroborar que mi historia era cierta. Fue estupendo.

En el baño había una cola de tres chicas para dos váteres, uno con papel y otro sin. Fue más estupendo todavía cuando una de las chicas se giró para preguntarme si no quería entrar en el baño sin papel higiénico. Puse cara de “Te odio y siempre te odiaré” y le pregunté si tan mala pinta tenía. La chica se limitó a sonreír.

sábado, 21 de junio de 2008

Circulando por Malta


Ciertas críticas constructivas de a quien fatalmente me referí como "único motivo de mi visita a Malta" me han recordado mi intención añeja de escribir sobre ese bello país que visité hace sesenta días.

En Malta, sin coche, estás jodida. Tienes que pasar SIEMPRE por la capital, Valleta, para ir a cualquier lado. Todos los autobuses salen desde allí y en ocasiones resulta bastante frustrante, porque en lugar de tardar veinte minutos tardas hora y media. Al menos, para amenizar el trayecto, los autobuses son de coña:
















- van a cuatro por hora

- no tienen puerta

- están plagados de estatuillas de vírgenes y santos
- los pasajeros malteses se santiguan cada vez que el autobús arranca, desciende por una cuesta o pasa junto alguna de las vírgenes o santos que dominan las esquinas de cualquier edificio

- el timbre de "parada solicitada" es una cuerda de la que tiras y suena un pito ridículo











Los trayectos cuestan 0,47 euros, salvo si necesitas llegar a algún lugar sin parada contemplada, en cuyo caso debes regatear un precio absurdo con el conductor para que te deje en la puerta de donde necesitas ir. Y nadie se queja. (Imagínate, oh lector ensimismado, que vas en el 27 - Plaza Castilla / Embajadores - y pagando 14 céntimos más el conductor se desvía por Génova para dejarte en la mismísima puerta de la Librería Internacional, en la Glorieta de Alonso Martínez. Me parto).

Las carreteras son perfectas si fuésemos cabras, pero un problema en caso de ir motorizados. Con coche la isla debe medir como de Moncloa a Las Rozas, otra cosa mariposa es que esté señalizado. Los malteses no deben sentir necesidad alguna de indicar direcciones, y la conducción para una recién llegada puede ser motivo oportuno de infartos. Añadiré información: por los caminos y carreteras semi asfaltadas tienen la misma prioridad los coches, los autobuses, las motos y los taxis-carricoches tirados por caballos enclenques que sin duda merecen la eutanasia. El hecho de que conduzcan además por el otro lado, como los británicos, se queda en mera anécdota.





lunes, 16 de junio de 2008

SKOOB BOOKS

¿Será que los polacos se mueven siempre de dos en dos? En mi primer trabajo en Londres había dos Magdas. En el segundo, dos Adams. En el tercero, dos Anias. Efectivamente, oh lectores esbeltos, la chica automática tiene un nuevo empleo. Me ha costado casi dos meses, pero empiezo a meter la cabecilla en el mundo de las librerías:




He de remontarme a Madrid. Cuando mi día a día aún estaba empañado por la servidumbre oficinil poco amada, dediqué varias horas (y medio tóner) a confeccionar e imprimir una lista interminable de librerías londinenses. Encontré más de quinientas.

Una vez aquí me puse manos a la obra enseguida. Cada vez que tenía el día o unas horas libres cogía la bici (lo sigo haciendo) y visitaba cuantas más librerías mejor. Así conocí SKOOB BOOKS.

Ni miento ni exagero ni me lo invento para que quede bonito si afirmo y aseguro que en cuanto bajé las escaleras, entré a SKOOB y observé el panorama pensé: OH-MY-GOD.

Es un sótano inmenso, cero claustrofóbico, que rebosa libros (de segunda mano), estanterías (de madera), un piano (afinado). Me recordó muchísimo a mi querida Armchair Books de Edimburgo (de hecho es como un Armchair a lo bestia, pero sin Struan). Huelga decir que en ese instante pedí un trabajo, pero no hubo suerte.

Visité más y más librerías, fui a Hay on Wye, el señor que vende libros debajo del Waterloo Bridge, frente al Film Café que en breve abandonaré, es mi colegón; pero no encontraba nada como SKOOB.

Al mes volví a dejarme caer por allí… y sonó la flauta. Tirirí. Un chico chileno que les ayudaba algunas horas a la semana se acababa de marchar con billete de ida a Corfú y me ofrecieron su puesto. Me sentí más dichosa si cabe aún que la Cenicienta.

De momento voy a mantener mi ocupación estelar como camarera hasta que los de SKOOB sepan qué hacer conmigo. A día de hoy me tienen de chica para todo. Tan feliz.

¿He comentado ya que SKOOB está en pleno barrio de Bloomsbury?

martes, 10 de junio de 2008

Hay on Wye



¿Acaso hay una manera mejor de aprovechar cuatro días libres seguidos que marchándose de aventura total a Gales? ¿Acaso aún tienes amigas con el pelo encrespado?

En el pequeño pueblito galés de Hay on Wye (seis calles y treinta y dos librerías de segunda mano) tiene lugar, desde hace años, el The Guardian Hay Literature Festival. Diez días repletos de libros, autores, conferencias, conciertos, compra-venta, comida y, tratándose de Gales (el charquito británico), de lluvia purificadora. Estos cuatro días libres no podrían haber llegado en mejor momento.

La idea de irnos de viaje fue, como siempre ocurre con nosotras, imprevista a más no poder. Servidora llevaba años siguiéndole la pista al festival y me dije: ahora o nunca. Haciendo gala del sentido poco práctico que nos caracteriza, mi chica y yo empaquetamos cuatro bragas en cero coma y nos personamos con nuestras bicis en London Paddington. El autobús hubiera sido mil veces más barato, pero nuestro espíritu de millonarias no es ninguna broma (y en el tren se pueden llevar bicis). Las escasas 200 libras que teníamos cubrían malamente los billetes y una noche en algún buen lar.

Desde hace tiempo, cada vez que he tratado de ser espontánea (o, dicho de otro modo, de huir escopetada de un lugar sin dinero ni plan ni nada de nada, sólo con la esperanza de tener más suerte la próxima vez) la realidad se me echado encima cual losa aplastadora para recordarme que no es cuestión del lugar, sino de la actitud de una misma. Bla, bla, bla. El caso es que esta vez la espontaneidad dio frutos buenos y logré contactar con una antigua compi del cole que vive en Cardiff y que nos invitó por supuesto a su hogar las noches que hicieran falta. No nos veíamos desde que acabamos COU, hace más de nueve años ya, pero trece años juntas en el San Patricio son muchos años.

La capital galesa, o lo que yo vi de ella, me pareció un hervidero de lugares comunes. ¡Maldita globalización!: Starbucks, Kentucky Fried Chicken, Café Nero, McDonalds, Tesco, Sainsbury’s, The Body Shop... El único lugar con carácter que atisbamos fue The Goat Major, un pub plagado de fotos de distintas cabras que han sido mascotas del ejército galés por los siglos de los siglos. Estos galeses son la pera.

Tras una noche en casa de mi colegona, al día siguiente cogimos un tren Cardiff-Hereford. De Hereford a Hay on Wye hay veintidós millas mortales que, tanto a la ida como a la vuelta, dan la impresión de ser una subida constante para un alma tan poco acostumbrada al cicleo prolongado como es la mía.

Entrar en el paraíso no creo que diste demasiado de llegar a Hay por primera vez: las seis calles estaban de punta en blanco y, miraras a donde miraras, había librerías por todas partes. Me importaría harto poco pasar allí una buena temporada.

Nuestra primera visita fue obligada a la par que placentera: la librería de Richard Booth, el alma máter de todo este tinglado. Allí compré el Sartor Resartus de Carlyle y Utopía de Tomás Moro.


Después pedaleamos una milla fuera del pueblo para llegar al Festival Site, que no me enamoró lo suficiente. Me refiero a que eran carpas con distintos actos programados, todo muy de quita y pon. Nada que ver con el carácter del pueblito en sí. Este año visitaba el Festival bastante gente que me habría gustado conocer, pero nadie iba los días que yo podía quedarme: Ian McEwan, Siri Hustvedt, David Lodge, Catherine Tate, John Irving, Kasparov, Salman Rushdie, Kathleen Turner... España estaba representada por el sexy entre los sexys, Juan Manuel de Prada.


El tema de pasar la noche fue un tanto complicado. Durante el Festival el pueblo acoge a 80.000 visitantes que reservan sus alojamientos con varios meses de antelación. Llovía a cántaros y la opción de pagar un riñón por alquilar una tienda de campaña (tampoco llevábamos sacos) en un terreno fanganoso que alguien se había inventado como camping festivalero no iba conmigo. Menos mal que encontramos un papel con el teléfono de una granja orgánica a cuatro millas del pueblo que ofrecía una bella habitación doble, con bañera, a un precio más asequible.

Pedalear hasta la granja no fue tan pesado, y al llegar supimos que jamás antes habíamos tomado una decisión más acertada.

Primrose Organic Farm es un lugar aconsejable por mil motivos: es preciosa, todo es orgánico y natural, cultivan y producen todo aquello que necesitan, hacen cursos con niños, forman parte del WOOFING, puedes comer sus alimentos hasta reventar, el Bed & Breakfast es tan acogedor que no querrás marcharte.

Al día siguiente pasamos del Festival Site por completo y recorrimos cada librería del pueblo sin riguroso orden. La escasez de dinero en metálico me obligó a portarme muy bien. Sólo compré Padres e hijos (Turguenev), una recopilación de ensayos de Orwell y la prosa completa de Virginia Woolf.

Ese mismo día volvimos a Londres. No dejo de pensar en una casita de dos pisos, en el medio de Hay, que tenía un cartel de “se alquila”. ¿Debería lanzarme? ¿Por qué no? ¿Por qué sí? ¿De qué viviría? Salvo la semana y media que dura el Festival el resto del año el pueblo no es lo que viene a llamarse un happening place. A mi esto no me importa, pero sí me preocupa el tener que trabajar y que no haya dónde. ¡Indecisiones, indecisiones!